LAS PROTAGONISTAS

Junto a los pastores, las verdaderas protagonistas en la historia de este queso son, sin duda, las ovejas de raza manchega. Sin su leche de excelente calidad y su capacidad de adaptación a estas tierras áridas, no sería posible el queso manchego.

Es de justicia pues, que contribuyamos a dar a conocer esta raza ovina, al mismo tiempo que ponemos en valor la labor diaria de los pastores que cuidan de ellas.

La oveja de raza manchega desciende de los primitivos ovinos que aparecieron en la cuenca mediterránea, una de cuyas ramas llegó a la península Ibérica. Esta oveja (Ovis aries celtibericus) sería domesticada en el Neolítico por los antiguos pobladores de estas tierras, proporcionándoles alimento y vestimenta, lo que ha cambiado muy poco hasta nuestros días. De este tronco común surgieron el resto de las actuales razas de ovejas españolas, portuguesas y francesas. 

La oveja manchega ha sido el resultado de la adaptación al suelo, al clima y a la vegetación de la España árida, pero también a las actividades humanas. Se trata de una raza más sedentaria que otras muy unida a la agricultura, de la que aprovecha sus restos, así como la rotación de parcelas de cultivo. Al mismo tiempo, en la agricultura se aprovecha su estiércol como abono. El pastoreo, tanto en parcelas agrícolas como en pastos naturales, ha influido en el modelado del paisaje actual, formando parte fundamental del equilibrio de estos ecosistemas. 

Se distingue esta raza por su cabeza desprovista de lana y por el perfil convexo de su cara. Posee hocico pequeño de labios finos, orejas grandes y estrechas con el hueco del pabellón orientado hacia delante y un cuello frecuentemente mamellado. Carecen de cuernos. Existe un marcado dimorfismo sexual en cuanto al tamaño: las hembras pesan entre 55 y 70 kg; mientras que los machos, de aspecto más tosco y perfil acarnerado,  se sitúan entre 70 y 100 kg. El tronco es alargado, con grupa grande y ligeramente elevada. Tienen mamas grandes, patas largas y finas y una cola lanuda.